La noche se apodera de mí. Con los pies clavados en la arena
helada miro al horizonte, vacío, frío, oscuro, presente. Hay un susurro que abanica mis oídos, me
pregunto si el mar trata de contarme algo. Escucho el vaivén poderoso de las
olas que bailan sin dar descanso. Todo lo que veo es negro, o azul, o una
mezcla de los dos. Apenas logro distinguir las líneas y formas que se esconden
en la noche. Ella, llena de lo desconocido me invita, me atrae, me hace sentir
débil y vulnerable.
El ruido del mar
es constante, pero incomprensiblemente, no me molesta. Más bien me calma, me
relaja. No hay nadie ni nada alrededor, sólo sé que no sé nada, sé todo lo que
no sé. No puedo entender cómo este lugar guarda tantos secretos, tanta
información en tanta penumbra. Presto especial atención a mis pies que empiezan
a congelarse, supongo que es por el frío asomo del agua que los acaricia, tengo
cinco segundos de descanso y me ataca otra vez. El agua vuelve, va y viene,
siempre presente.
Me doy cuenta de
que no estoy solo. Hay algo que me acompaña, es un ánima tenue que proviene de
las pocas estrellas que quedan sobre el cielo. Sí, son pocas. Pero brillan
fuerte, y no me dejan caer en la eterna soledad que me planta la noche. Además, y como si fuese poco,
toda la esfera se viste de gala para asistir al baile de la única música que se
escucha, el canto de las gaviotas paseándose por la orilla del mar.
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