Friday, August 26, 2011

Lucas, decidido [from Overlapped Stories, III]

Lucas admiraba los boletos de su reciente viaje a París mientras, en su pijamas, se tomaba un café echado en el sofá para despertarse y poner las neuronas a funcionar. Recordaba lo relajante que la había pasado solo. Siempre quiso hacer un viaje por sí mismo, sin acompañantes, para experimentar lo que sería pederse en una ciudad, conocer gente nueva y descifrar sus secretos.


Tuvo un leve remordimiento de consciencia por haberle mentido a sus amigos y que así no lo acompañasen en su aventura parisina. Lucas tragó fuerte, pensaba otra vez, pero, estaba decidido. Se paseó por su apartamento con la taza de café en mano y le cautivaba la belleza de aquel lugar al que, quizás, nunca le dio tanta importancia. Miles de recuerdos volaban velozmente por su mente despertando sentimientos que pensaba haber reprimido. Alegrías, depresiones, amores y desamores, todo quedaría pronto atrás.


Mientras cerraba las últimas cajas que poseían sus pertenencias, Lucas le prestó atención, una vez más, a la más pequeña de ellas. Esta tenía dentro un montón de cartas, ya escritas y selladas, cada una con un destinatario diferente. Leyéndolas con pasión, las revisó lentamente y suspiraba al finalizar cada una. Las puso a un lado, ya era hora de vestirse y había previsto estar fuera de casa en 15 minutos.


Una vez listo, Lucas se acercó a su gato, Bigotes, y lo acarició como nunca. Le llenó el plato de comida y se aseguró de que no le faltara agua ni alimento. Antes de voltearse lo miró fijo y le murmuró: “Todo va a estar bien, tú no te preocupes”. El gato, inocentemente, ronroneó y se dio una vuelta alrededor de las piernas de su dueño, demostrándole, de esa forma, su afecto.


Justo antes de salir de su apartamento, Lucas agarró su reproductor de música, comprobando su batería, y al tener en la mano derecha la fría manilla de la puerta le dio un barrido vistazo a su apartamento y a Bigotes, su fiel amigo. Con la mirada le dijo “Adiós”.


Lucas sabía que el camino entre su casa y la estación de metro no sería fácil. Había previsto aquello y se había tomado unas pastillas anti-ansiedad para evitar cambiar de opinión y acabar con el plan que tanto tiempo le había llevado organizar. Podía sentir en su cuerpo el efecto de las drogas que había ingerido minutos antes, dispersándose estructuralmente, llegando a cada rincón de él. Pero Lucas no vaciló, sabía que su voluntad era más fuerte y estaba seguro de que lo que hacía era por él mismo.


La calle debajo del número 22 parecía más viva que nunca. Habían millones de personas comprando, comiendo, paseando y disfrutando del día soleado de invierno. Lucas estaba seguro de que su decisión le haría daño a mucha gente. No se consideraba un hombre egoísta y sin embargo, no podía evitarlo. Era algo que debía hacer por y para él. Lo necesitaba.


La pareja de ancianos que paseaba lentamente a través de la calle sacó rápidamente de quicio a Lucas, pero la felicidad que llenaba los rostros de aquellos personajes le hizo olvidar su prisa, su motivo, su decisión, por un momento. Los admiró mientras pudo y se apresuró en pasarlos, este último movimiento no fue voluntario. Su cuerpo parecía moverse sin la autorización de su cerebro. Lucas temía perder el control, si algo era importante de esa decisión, era que había sido ello precisamente, una decisión de Lucas y de Lucas únicamente.


El miedo se apoderaba de él lenta pero continuamente y Lucas jamás había experimentado semejante sensación, nunca se había sentido de esa manera: tan débil, tan incapaz, tan inútil.


Seguía caminando, sin detenerse, adelantando a más de un par de personas con cada paso. Estos parecían no entender la prisa de Lucas, tenía un lugar en el que estar y no quería retrasar más el asunto. Podía ver la entrada de la estación de metro a la distancia, se apuró para dar los últimos pasos. Puso el pie derecho en el escalón de las escaleras mecánicas, pues gracias a su madre Lucas creía en las supersticiones, y mientras comenzaba a descender en ellas recordó repentinamente que fue justo allí donde le dieron su primer beso. “Paula”, suspiró, seguía descendiendo para pronto encontrarse al final de las escaleras y tropezarse, pero se reincorporó rápidamente dentro de la multitud.


Lucas comenzaba a titubear, por un momento no estuvo seguro de tener las agallas necesarias. Bajó al andén en donde iba a esperar el próximo tren y al llegar se encontró con que este estaba más lleno de lo normal. Mirando de un lado a otro, con los labios secos y la cara sudada, Lucas se sentía más vulnerable que nunca.


Sus sentidos se maximizaban, Lucas percibía las cosas como nunca. Empezaba a ver todo aquello a su alrededor más nítido, más claro, veía cosas que antes había dado por sentado; olía el aire estancado en los túneles del subterráneo, denso, cargado de una esencia con millones de historias en ella; saboreaba el café que se había tomado antes como si lo tuviese en la boca en ese exacto momento; el frío del suelo atravesaba la suela de sus zapatos y congelaba sus pies como si estuviese descalzo; por último, Lucas escuchaba un sonido que crecía con cada milisegundo, el tren se aproximaba a lo lejos, rápido y ruidoso, sus otros sentidos lo confirmaban.


Lucas estaba de pie al final de la estación, ahora veía la luz del tren acercarse en la distancia. Cambió bruscamente, sin vacilar, a su canción favorita. Estaba parado más cerca de lo normal del borde del andén. Sentía el viento, proveniente del túnel, soplar con una fuerza feroz contra su rostro, golpeaba su cara como una ráfaga inesperada. El tren se acercaba cada vez más, Lucas dio un paso. Titubeó tan rápido como un pestañeo de ojos, pero no había vuelta atrás, se arrimaba, peligrosamente, hacia el borde. Sabía que la gente lo miraba.


Al comenzar el coro de la canción, Lucas dio el último paso. Hubo gritos que se esfumaron a la distancia, todo había pasado muy lento. Le pareció que aquel momento había durado una infinidad, fue lo último que recordó. Su sufrimiento había terminado. No sentiría más. Todo se había acabado. Lucas se había suicidado el sábado 17 de marzo a las 2.30pm.

Mark, embriagado [from Overlapped Stories, II]

Un sueño extraño había despertado aquella fría mañana a Mark, veinteañero, profesional, de tez blanca, pelo rubio sucio y ojos color café. “Algo de luces blancas y trenes… Algo así” se repetía mientras se cepillaba los dientes antes de salir al trabajo, tratando de recordar lo que había soñado.


Esa mañana la ciudad era más caótica de lo normal y no le hacía gracia alguna a Mark, quien ya estaba de mal humor por un café hirviendo que se le había derramado encima antes de salir de su casa. Gente a diestra y siniestra comprando regalos de última hora. Era la mañana del 24 de diciembre.


Por el anormal estado navideño de semejante día, Mark encontró más bien problemático, el camino a su oficina, generalmente sólo era ocupado por profesionales apurados en llegar a sus destinos. Después de las usuales nueve estaciones en la Central Line del Underground, llaman su estación “The next station is Liverpool Street”. La masa de gente que entraba y salía al mismo tiempo del vagón, era una lucha involuntaria en la que Mark se vio atrapado y de la que, afortunadamente, logró escapar entre gritos que se quejaban por tener que esperar tres minutos y cuarto al próximo tren. “Vaya problema”, pensó Mark, cínicamente, aunque estaba seguro de que si hubiese sido él quien no se montara en el tren, estaría tan molesto o más que aquellos abandonados en el andén.


Llegar del punto A (las escaleras mecánicas que conectaban el subterráneo con la superficie) al punto B (la puerta de salida de la estación a la calle) se convirtió en una tarea que requería más que un par de cualidades físicas. Esa mañana Mark se tomó siete minutos en abandonar la estación, cuando en días ‘normales’ le tomaba como mucho unos dos minutos y medio.


El mundo parecía conspirar contra él. “Me cae café en el pantalón antes de salir de casa y ahora esto”, pensó. “Totalmente un complot del Cosmos”.


Y quizás así fue. Ese día un autobús double-decker pasó frente a Mark para salpicarlo con la lluvia restante de la noche anterior. Afortunadamente se había cambiado de traje (del color crema, sucio de café, al negro resistente a todo, lo que a su vez le evitó ser la burla matutina de la oficina).


En uno de los cruces peatonales de su camino, una moto, que salió de la nada, amenazaba contra la vida de Mark. Ahí se quedó, paralizado, sin decir nada ni moverse. Había, de alguna manera, aceptado el hecho de que iba a ser atropellado. Se imagino rápidamente a sus amigos visitándolo en el hospital, a sus padres trayéndole sopas hechas en casa y horas interminables de mala televisión. Todo pareció ser un flash de pensamientos pesimistas hasta que una chica, apenas más baja que él y con unos ojos azules embriagadores, le dio un halón de brazo para evitar que él fuera el triste titular de la sección de sucesos del periódico del día siguiente. Así que sí, definitivamente un complot de los Cosmos.


Mark había llegado sano y salvo a su oficina, aún pensando en la chica con los ojos azules embriagadores. Nunca había visto un azul tan azul, un azul en el que cualquiera, Mark estaba seguro de que por lo menos él, podría perderse. Se apuró en entrar al ascensor que casi pierde para encontrarse en una situación bastante fastidiosa. No sólo era un ascensor lleno con doce personas, sino que uno de los hombres que lo abordaba había decidido que sería buena idea leer plenamente el periódico como si estuviese en su casa un domingo echado en la silla más cómoda.


Un repentino “ting”, más estereotípico de ascensor imposible, dejó saber que estaban en el piso 7, el de la oficina de Mark. Éste logró escapar del ascensor después de varios incómodos “disculpe”, “perdone” y “con permiso”. Mark no había llegado a la oficina en sí y ya estaba de muy mal humor, en realidad, fastidiado por la desconsideración de la gente que lo rodeaba. “La estación, el ascensor”, pensaba, “¿qué se creen?”, murmuró entre dientes, pero recordó a la chica que le había salvado la vida minutos antes y sonrió, olvidó sus males por el resto del camino a su cubículo.


Mark había pasado el resto del día bastante bien. En realidad era un día ordinario, un día más de rutina. Repartía su tiempo equitativamente entre trabajar, revisar su correo y mirar por la mojada ventana cómo la gente caminaba sin darle importancia alguna a los demás a su alrededor, imaginándose historias ficticias que se desarrollaban justo allí, en la calle.

A la hora del almuerzo Mark bajó con Charlie y John al pub de la misma calle, donde los tres pidieron el menú ejecutivo, no tenían tiempo ni ganas de ver la carta completa y, mucho menos, de empezar con el fastidioso, pero seguro: “ Y la ensalada de huevo y calabaza ¿qué trae exactamente?” de Charlie, quien estaba obsesionado con la comida y sus componentes. “¿Por qué le pondrán ese nombre?, mejor es preguntar”, solía decir en cada ocasión.


Mientras comían, Mark le contó a sus amigos detalladamente lo que le había pasado esa mañana, haciendo hincapié en el cuento de la chica de los ojos azules. Lo hizo con tanta pasión que, inevitablemente, estos se rieron de él. Charlie por poco se ahoga con las patatas fritas del plato, desdibujando rápidamente una sonrisa burlona y John simplemente evitó verlo directamente a la cara para no reírse descaradamente.


Pasados 45 minutos después del almuerzo y de vuelta en la oficina, Mark decidió bajar corriendo por un té, no estaba seguro de poder quedarse despierto por el resto de la jornada sin este. Estaba listo para regresar a su trabajo, ya había pagado su usual Chai Tea Latte y esperaba por él cuando de la nada, ahí estaba. Ahí estaba ella. La chica de los ojos azules embriagadores, justo en el mostrador pidiendo un “Tall White Mocca por favor”, Mark se rió, pues esta era una de sus bebidas favoritas.


Mark era de aquellos que no encontraban el valor de hablarle a un completo extraño. Pero para Mark, ella no lo era, después de todo lo había salvado de casi ser atropellado. “La conozco, ¿no?”, se repetía a sí mismo para ganar confianza. Había pasado minuto y medio. Seguía frío, con la mente en blanco, no podía pensar en nada. “Una excusa, algo…”, vacilaba en su mente, mientras le exigía a sus labios moverse y decir algo apropiado. De una u otra forma tenía que hablarle, le pasaría por al lado al salir y sería: primero, muy maleducado de su parte no decir siquiera “gracias” y segundo, patético, simplemente ignorarla, cuando él sabía que ahí había algo más.


“Chai Tea Latte para Mark”, llamó el chico que entregaba las bebidas. Mark lo recogió y armándose de valor se dirigió hacia la salida, hacia ella…


Respiró hondo y tímidamente dijo: “hola”. Vaciló un poco con una sonrisa mínima, pero presente: “¿Trabajas por aquí?”.


La chica de los ojos azules giró la cabeza y con asombro, pero contenta de lo sucedido, respondió: “Isabella”, extendiendo la mano para presentarse, “y sí trabajo en ese edificio, en la Torre de allá, en el piso 15", apuntando al edificio de trabajo de Mark.


Mark todavía no podía creerlo, no lo superaba. Se presentó rápidamente así mismo y se quedó frío por un momento, sorprendido porque Isabella trabajaba en su mismo edificio y embriagado por sus ojos y belleza. Nunca la había visto, no entendía cómo podía ser posible. Ahora que podía verla mejor, sin el apuro ni el peligro de ser casi atropellado, pudo detallarla en una milésima de segundo, pelo marrón claro liso, piel blanca tostada, porte clásico pero contemporáneo, con una inteligencia que se desbordaba por sus ojos.


“Yo también”, se apuró Mark, “ehh… yo también trabajo ahí, pero en el piso 7”. Isabella asintió amigablemente y Mark, sin más, le propuso: “¿te gustaría tomar un café…”. Se rió porque ambos tenían sus bebidas en las manos en ese instante. “… Es decir, otro, hmm esta tarde, a las 6 quizás?”. Mark podía sentir su corazón latiendo tan fuerte que le daba pena pensar en las demás personas a su alrededor que tal vez podrían estar escuchándolo.


Isabella sonrió y sin rodeos le respondió “Sí, sí, me parece genial”. Lo miró una vez más afirmándole que estaría allí a las 6 y tratando de dejarle saber lo que ella pensaba sin tener que hablar. La chica se veía contenta, emocionada, feliz. Se despidió con un “bueno, hasta entonces” y se volteó dejando sólo el rastro de su perfume. Un olor que Mark nunca más podría olvidar.


Al subir a la oficina Mark estaba en otro planeta, todo le parecía genial. La vida le sonreía, era otro hombre. John le preguntó por los próximos 30 minutos que le había pasado abajo y por qué la cara risueña, si alguien había puesto algo en su té o si había consumido algún tipo de sustancia alucinógena.


Mark le respondió: “creo que estoy casi enamorado”.

Charlie, que ya se había unido a la interrogación a Mark, le preguntó: “¿como diablos podrías estar ‘casi’ enamorado”.


“Estás o no estás, así de simple” agregó John.

Mark los ignoró y sólo les sonrió por el resto del día, esto le cayó bastante bien a los dos amigos, quienes habían tenido que lidiar con el mal humor de Mark esa mañana.

Las agujas del reloj parecían no querer dar con las 5 de la tarde para que Mark pudiese recoger todo lo más rápido posible e ir a encontrarse con Isabella. “Bella” suspiraba y se repetía a sí mismo.


“Toc” dieron las 5pm. Mark se levantó como nunca de su escritorio y estaba listo para irse. En lo que se puso de pie su jefe lo llamó con un movimiento de mano desde su oficina y le pidió ayuda para entender mejor el nuevo software con el que estaban trabajando y el cual Mark había sugerido para la oficina dos semanas atrás. Lo ayudó y resolvió todas sus dudas en un tiempo récord de 15 minutos. Al salir del cubo de cristal, que tenía como oficina su jefe, tropezó con el cable, mal colocado, de una impresora que cayó ruidosamente en el piso, causando un desorden que no podía ignorar. Se quitó su bolso y el saco, poniendo todo en orden. Hoy no quería que nada saliera mal. No le importó gastar otros 20 minutos en ello. Tenía suficiente tiempo.


En el camino de la oficina al vestíbulo del edificio, Mark se preguntó si Isabella hablaría francés. Él tan sólo podía balbucear unas palabras que había aprendido en los últimos dos años de la universidad, pero siempre había querido conocer a una chica así de hermosa, inteligente y con pasión por otras lenguas.


Mark salió de la oficina y su reloj marcaba las 6:40, se preocupó. Repentinamente el mundo parecía venirse abajo, pero tan rápido como vino esa preocupación, así se fue al recordar que nunca lo había cambiado desde que terminó el horario de verano, entonces eran las 5:40, todo estaba en orden. El universo no se iba a acabar.


Empezó a caminar rápidamente para llegar a una librería que quedaba a cinco minutos, entró y compró una libreta que ya había tenido en mente por un par de meses, con un mapa de París. Pues siempre había querido comprar una, para poder compartir los lugares y cuestiones de interés con alguien especial. Mark se despidió del cajero con un “Merci” y una sonrisa. Corrió de vuelta al café donde había quedado con la chica de los ojos azules embriagadores, quería escoger una mesa estratégica lejos del ruido y de la gente pero lo suficientemente iluminada como para poder apreciar en su totalidad la belleza de Isabella.


“Isabella”, exclamó Mark, levantándose y moviendo una silla para que esta pudiese sentarse. Sus ojos azules habían iluminado todo el café. Ni la oscuridad más oscura podría opacar ese brillo radiante.


“Mark”, asintió la chica con la cabeza y con un tono de voz que Mark describió como “único y cautivador” a sus amigos el día siguiente.


Después de un rato de formalidades, Mark se había desecho el nudo de la corbata y acercado hacia Isabella. Ella le confesó: “Me encanta París, a veces no sé con quien hablar de ella, aunque debo admitir que soy muy Londres”, haciendo énfasis en “Londres”. Mark no hallaba palabras para decirle que el se sentía de la misma manera, pero creyó que sus asentimientos de cabeza fueron lo suficientemente marcados como para dejar ese punto claro.

Se acercaba la noche y ellos seguían ahí, en el café.


Mark e Isabella hablaban como si se conociesen de años. Las calles estaban desoladas, probablemente todos estaban en sus casas teniendo cenas navideñas, pero la pareja seguía ahí, interesados uno en el otro, con una intensidad especial.

Finalmente la luz de toda la atmósfera había tocado su punto perfecto, pues era de noche pero aún se podían apreciar las figuras de la calle sin necesidad de luces.

En pleno crepúsculo Mark decidió tomar a la chica de los ojos azules embriagadores de la mano.


“Isabella”, le dijo, aclarando su voz un tanto nervioso pero seguro, por primera vez en mucho tiempo, de lo que hacía.

“Bella je t’aime”.


La chica sonrió lenta, pero instantáneamente, y acercándose a él le susurró al oído:
"Mark, moi aussi je t'aime"
.

Era cierto. Todo lo que había escuchado alguna vez era verdad.
El amor sí existía.

Laura, inmóvil [from Overlapped Stories, I]

El tren de las 10:47 de esa noche empezaba a disminuir la velocidad y Laura podía sentirlo. Lo sentía aunque estuviese intentando dormir, más que eso, descansar, vaciar la mente… Pero no podía dejar de pensar, su cerebro seguía funcionando a toda máquina contra la voluntad de su cuerpo.


Laura inevitablemente se encontró recapitulando todo lo que había hecho ese día. Había estado por cuestiones de trabajo en Liverpool con su jefe, el Sr. Peterson, y otros compañeros de la oficina. Pensaba en todos los pueblos que había pasado en el tren de ida y vuelta; en sus habitantes, en las miles de historias que existían detrás de cada uno. Pensaba en ellos, en el grupo de amigos veinteañeros que planeaban a toda voz su próximo viaje a Cannes, los imaginaba en un catamarán disfrutando al máximo del clima del Sur de Francia, del vino, del mar, de la vida. Pero nada de eso importaba, Laura se recompuso mentalmente, pues comenzaba a sentir emociones encontradas floreciendo, y se animó al pensar que faltaban, como mucho, 20 minutos para llegar a su casa después de un día verdaderamente largo.


Un movimiento algo brusco y un sonido agudo, ensordecedor, llamó la atención de la delgada mujer, haciéndole abrir sus ojos verdes, perforadores, de golpe y despegarse por completo de la ventana del tren. La gente alrededor de Laura comenzó a girar cabezas y a preguntarse, sin hablar, pero con miradas misteriosas, qué ocurría. Todos sabían que definitivamente esta no era la siguiente parada, era muy pronto, apenas habían dejado la estación anterior.


Sin embargo, ninguno dentro del vagón pudo hacer nada. La imponente neblina había estado más densa que nunca aquel 23 de noviembre e imposibilitaba a cualquier mirada curiosa, saber lo que pasaba fuera, ser satisfecha. Después de dos abrumadores e impacientes minutos, el conductor del tren decide hablar con una voz cordial y falsamente serena: “Señores pasajeros, en nombre de la compañía lamento informarles que el tren ha sufrido una pequeña falla técnica, debido a la inesperada lluvia de esta noche. En breve continuaremos con el viaje”.


Esto último no le hizo gracia a Laura, por decir poco. Sentía frustración, estaba tan cerca, pero tan lejos, de llegar a su lugar de descanso; tan cerca, pero tan lejos, de acabar con ese día. “Media estación, media estación”, pensó Laura, a su vez sacudiendo con un movimiento de cuello la impaciencia, el agobio y el cansancio que reinaban sobre ella.


Al cabo de 13 minutos y 47 segundos (su impaciencia había encontrado un placer bizarro en contar el tiempo) el tren comenzó a moverse. Sin querer, se quedó dormida por los 18 minutos restantes de su viaje. “Watford Junction”, llamó el conductor. Laura lo escuchó concientemente, pero no parecía estar en capacidad de abrir los ojos, levantarse y abandonar el tren. Las puertas del vagón se abrieron rápidamente para dar paso a una inclemente brisa fría, helada, más bien. El viento se empezó a repartir por el vagón precipitadamente, invadiendo primero sus tobillos. Laura se levantó de un salto, se apuró a través del pasillo para salir del tren, justo antes de que inevitablemente se volviesen a cerrar sus puertas. Casi pudo sentir la punta de su blazer atascada en ellas, pero la prisa con la que dejó el tren no le permitió pensar mucho más en ello. Se sentó en uno de los banquillos del andén mientras sacaba su bufanda y guantes de la cartera. Además, Laura necesitaba recuperar el aliento por lo rápido que había abandonado el tren.


La caminata atravesando la estación de tren le parecía eterna a Laura, los pasillos se alargaban con cada paso que daba. El aire frío corría libre y desencadenado, soplando fuerte hacia ella cuando Laura menos se lo esperaba. Con los brazos cruzados contra su cuerpo sujetaba su abrigo para no exponerse a la intemperie. Caminaba rápido, sus tacones parecían perforar sus talones con cada paso. No podía más con su alma, el cansancio se apoderaba de ella, le impedía seguir unos minutos más, unos minutos en los que estaría en casa. Apresurándose, vio la luz de su edificio, Laura sentía alivio, aunque sabía que debía batallar los últimos pasos hasta echarse en su cama. Una, dos, tres cuadras. Laura lo había logrado. Abrió la puerta de su apartamento en el 2do piso para quitarse los zapatos en la puerta, fue lo primero que hizo.


Siguió por el corredor, giró a la izquierda y se sentó en el sofá, el cual notaba más frío de lo normal, pero no le quiso dar más importancia, una voz lejana en su cabeza le decía: “Quizás una ventana abierta, algo con una explicación lógica, obviamente”. Todo a su alrededor le parecía un poco más blanquecino, se imaginó que sería por lo exhausta que estaba. Reposó la cabeza hacia atrás y sentía que estaba contra una pared desnivelada, de ladrillos tal vez. Esto último le pareció bastante extraño. Decidió dejar pasar todo e inactiva se dijo a sí misma: “En cinco minutos me voy a la cama, sólo necesito esto, cinco minutos, cinco minutos de tranquilidad”.


Laura abrió los ojos lentamente y una luz blanca, cegadora, le impedía incorporarse pronto a la realidad. Le parecía estar frente a un reflector. Estaba desconcertada, confundida, preocupada. Al tener los ojos completamente abiertos se quedó perpleja, paralizada, no podía creerlo. Le causaba risa y rabia e impotencia al mismo tiempo. Pensó: “Cómo podía habérsele ocurrido semejante…? Pero, estaba tan casada, muerta casi”. Laura no se había movido. Seguía ahí. Quieta, inmóvil, en el banquillo en el cual había decidido ponerse su bufanda y guantes. Atravesar la estación, caminar las tres cuadras, llegar a su casa, quitarse los zapatos, echarse en su sofá… Todo había sido un sueño.