Wednesday, September 14, 2011

Yuxtaposición de sueños

Ese invierno me encontré abordando, rápidamente, el medio de transporte privado más cercano. Una vez en él, le digo al chofer que me lleve, sin vacilar. Con la cara más seria me puse a total disposición de que hiciese de mi siguiente destino lo que mejor le pareciera.

Entre un sin fin de luces verdes, amarillas y rojas podía apreciar como nunca el alba. Sí, ese momento en el que la faz de la tierra comienza a vestirse de la luz natural más bella que haya visto alguna vez.
"¿Seguro que no tiene destino?" me pregunta, una vez más, el piloto del vehículo. "No" le respondo y continuo, con la cara pegada a la ventana del auto, disfrutando de la belleza implacable de la ciudad, de Madrid, aquel veinte de enero.

Las calles desoladas, hambrientas de tener almas inconscientes transitando por ellas, me informaban que mi presencia era, más bien, impredecible. ¿La hora? no tenía idea.
No pensaba en más que la vida y sus componentes más rebuscados. Pensaba, una y otra vez, en si todo y todos eran parte de mi mundo o si yo era una pieza más de ese gigante juego de ajedréz divido en cinco continentes.
El frío que traspasaba la ventana, arbitrariamente y como si ésta no estuviese allí para protegerme, se posaba sobre mi tez invadiendo cada célula de ella. Haciéndola más y más firme.

Bailaba, velozmente, frente antiguos palacios, palacetes y casas. La historia de la ciudad me embargaba, de tal manera, como si ésta quisiese transportarme con ella a años atrás. Como si quisiese mostrarme cómo se vivía en la Madrid de antaño.

Era el alba, esa primera luz del día, quien hacia de Madrid mi más preciado e íntimo pensamiento. Le podía llegar a dar tanta importancia a aquel momento que era increíble, incluso para mí mismo, pensar que todo era obra de un mero fenómeno lumínico. Un mero fenómeno, tan extraordinario, que, literalmente, ocurría cada veinticuatro horas, cada día y trescientas sesenta y cinco veces al año.

¿Cómo pudo ser posible que nunca le haya prestado atención antes? me preguntaba sin parar, una y otra vez. ¿Cómo no vi antes el espectáculo gratuito más bello?, ¿cómo no drisfruté de él? y por sobre todas las cosas ¿qué clase de persona era yo, que no veía la incrustada belleza en lo rutinario, en aquello que ocurría todos y cada uno de los dias de mi vida?

No había parado de debatir con mi propia mente cuando el vehículo se detuvo. Estaba cerca de casa, reconocía el lugar. ¿Habría sido posible dar vueltas por una hora y acabar en el mismo sitio?.
Me había perdido en la, impactante, imposición que tenía Madrid sobre mí. Al abrir la puerta, y poner un pie sobre el, frío, asfalto, supe que el abominable viento e inseparable silbido que azotaban la ciudad aquel invierno, reinaban sobre todo el territorio excepto en mí. Yo me encontraba en el estado más primaveral que pudiese existir.

Lentamente, me puse la mano sobre el corazón, y a través de mi camisa, disfruté de las mil pulsaciones por segundo que éste magnífico órgano me prestaba. Despreocupado, miré mi muñeca izquierda resignándome al, infalible, método de control social de mi sociedad.
Sin más, me dije en voz alta, animándome, que era hora de ir a casa. Otro camino que esperaba me entretuviese tanto como el anterior.

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