Thursday, October 13, 2011

Juegos místicos

Nunca me había puesto a pensar en la muerte. Realmente, nunca le había dado importancia ni mucha cabeza al asunto. Pero, si de algo estaba seguro, era de que sólo le temía a lo desconocido, a nada más.

Recuerdo haber dejado mi casa a las 11:45pm. No eran horas para salir a pasear y menos en un día de semana, me repetía esto, constantemente, a mí mismo, como si ello fuera a impedir mi escape. La carga de sentimientos que tenía encima no planteaba marcharse pronto, tenía que deshacerme de ella. Flotaba por calles desoladas, mi cabeza en un sitio y mi cuerpo en otro, en las que me era imposible encontrar un sitio de descanso, un punto medio, un balance. Pasaba una y dos manzanas, recurría a sentir en mis dedos, y explotando mis sentidos, la cadena que ataba mi cordura. De tal manera se paseaba el amuleto que era como si bailara, entre ellos, el waltz más bello. ¿Era demencia todo esto?, esta pregunta daría vueltas interminables por mi cabeza. No paraba de recordar, con melancolía y cierta angustía, su cara. El ser más espectacular que había conocido en mi vida. La odiaba y la amaba, ambas, o quizás ninguna, con furia.

Decidí irme hasta la plaza más cercana para sentarme a observar el mundo, pensando que así escaparía de mi tortura. Parecía que poco sabía yo del Señor Destino que, convenientemente, como una nube negra y la más densa atravesaba mi pecho para dificultar mi respiración. Me empezaba a costar trabajo tragar, podía sentir como se cerraba, poco a poco pero a paso firme, mi garganta. Si tenían algo en común, mi cuerpo y mi mente, era que los dos estaban en mi contra, lo que había hecho no tenía perdón. Ningún ser, racional, podría haber lastimado, de aquella forma, a la persona que más idolatraba entonces. La vida no tenía sentido... El temor que me invadía atraía, irónicamente, aquellas palabras sucias que en algún momento abandonaron el núcleo más profundo de mí. Pero la ira, tan roja como la sangre que llegué a llorar, me impedía decir que lo sentía. Peor aún, me impedía sentir remordimiento.

Escuchaba gritos descontrolados que me recordaban aquel momento de furia que vivimos los dos. Miraba mi reloj para comprobar que sólo habían pasado cinco o diez minutos, como mucho, pero estaba equivocado. La madrugada parecía  seguir a la medianoche con apuro indecente, eran las 2:10am y apenas estaba llegando a la plaza que me serviría de distracción, que liberaría mi mente. O al menos eso pensaba yo...

Me disponía a sentarme en el banquillo más cerca, me sentía débil. Me costaba el universo entero mantenerme de pie. Y no obstante a esto, la quietud, el sosiego de mi cuerpo, me causaba una ansiedad que consumía cada onza de mi energía.
Memorias frágiles de un pasado próximo me arrebataban, lentamente, mi buen juicio. Podía ver su cara, su tez lisa y continua me avisaba de su presencia. ¿Era posible que ella estuviese ahí? ¿esperando todo este tiempo a que llegase a la plaza y le propusiera una disculpa, falsa, que no sentía? Era verdad, sabía que le había hecho daño, pero no lo sentía. No me daba la más mínima lástima, sólo lamentaba la perdida de su compañía y a veces me preguntaba si esa era una de las características más inhumanas que yo tenía, extrañar la presencia y no la escencia.
Nada de lo anterior importaba, ella estaba ahí. Yo no estaba loco, de eso estaba seguro. Parada a lo lejos me hacía una seña de aproximación, no vacilé en levantarme y adentrarme a lo que podría ser la peor de nuestras batallas.

Una de las cosas que más me gustaba de ella, o de mi o de nosotros, era que podíamos comunicarnos, simplemente, dándonos miradas. Las palabras formaban parte de un recurso exhaustivo que nos parecía innecesario, y tal véz parte del problema. Aunque yo pareciese estar rindiéndome, la persecución no era más que la respuesta, tan añorada, a mi búsqueda por la clausura, por concluir con toda aquella maraña de inexplicaciones.

Sin decir nada, ella comenzó a acelerar el paso. Me mostraba, tímidamente y mediante sus ojos brillantes, que aún me quería, que no iba a darle a importancia a lo sucedido, que podíamos seguir siendo uno. Yo, indeciso, la seguía. Agitado, me intrigaba aquello que pudiese estar guardándose para sí. Por un momento, imaginaba nuestros labios rozándose y ello me traía una sensación exaltante.
Me extendió una invitación a su aventura, y yo me daba prisa para mantener su ritmo. Su mano, lisa y ligeramente aterciopelada, estaba helada, a una temperatura casi inmortal. Sin embargo, al tocarla me transportaba a otra dimensión, podía sentir como el peso de mi cuerpo se elevaba y me dejaba correr detrás de ella con una facilidad indescriptible.

Me soltó repentinamente y yo volvía a la realidad, pero seguía viéndola delante de mí, danzando como un ángel haciendo picardías en la tierra. Su inocencia me seducía, de tal forma, que mi mente no era ya parte del juego. Bajaba las escaleras y yo imaginaba que ella se desplazaba sobre ellas. No parecía, en lo absoluto, que estuviese poniendo esfuerzo, alguno, en transitarlas. Con la cabeza y la mirada me dejaba saber que cruzaríamos, ella me apuraba, quería que fuese a su lado, pero no podía ir más rápido. Levantaba el brazo para, por fin, tocarla de nuevo y en el segundo que cruzaba la plaza, cuando podía sentir las yemas de sus dedos, se desvaneció. Yo miraba a diestra y siniestra para comprobar, en mi desgracia, su ausencia. Era imposible. ¿A dónde había ido? ¿por qué me hacía esto?.
No fue necesario esperar mucho más para que yo cayese en cuenta. No había sentido dolor y todo pasó muy rápido. Un destello blanco y un aire frío que lograba incrustarse en mi piel.

Era obvio, ¿no?. Un juego místico y mortal por parte de mi imaginación, un mero espejísmo urbano...


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